
En el momento álgido de la cosecha de las castañas (primeras semanas de octubre) me vienen a la mente aquellos momentos de mi adolescencia, cuando acompañaba a mi querido abuelo Germán y alguna de mis tías a recoger la cosecha de la castaña.
Eran días fríos, a veces húmedos y, por aquello de que «gato con guantes no caza», no se utilizaba ninguna protección en las manos; de ahí que entre el frío, los pinchazos de los erizos y el cargar con las pesadas cestas, la labor no era precisamente la de un valle de rosas.
Sin embargo, la belleza de aquellos parajes recónditos (suotos) con sus castaños multicentenarios, en cuyas oquedades (caracochas) podíamos guarecernos de las inclemencias del tiempo en caso necesario, el susurro del viento agitando el escaso follaje y los tímidos rayos de sol a través de las semidesnudas ramas, ofrecían ese bello espectáculo que solo la Naturaleza puede ofrecernos.
Tradicionalmente, la castaña formo parte de la alimentación de los gallegos en buena parte de su territorio: en su fase primaria (verdes) se consumían asadas o cocidas. Su segunda fase consistía en un secado en rejas de madera (canizo) bajo el cual se encendía una hoguera que había que cuidar durante el tiempo que duraba el proceso (unas dos semanas), para pasar luego a un complejo proceso de eliminación de cáscaras y limpieza final (cribado) que dejaba la castaña con precioso color amarillo.
De esta manera, guardadas en arcas de castaño, era posible consumirlas durante todo el año, bien con leche, con huevos, con tocino y chorizo o simplemente como puré. Castaña, maíz, patata y leche, junto con la carne de la matanza proporcionaban casi plena autonomía alimentaria en aquellos lejanos tiempos, para mí de feliz recuerdo.
Buenos días amigos.
Post realizado por nuestro querido Tío José Gómez (artecarracedo)